Vivir y morir en el monte San Lorenzo

El Mercurio, 18 de Enero de 2015. El sendero hasta el campamento base del monte San Lorenzo es una experiencia invaluable: tiene lo mejor de los paisajes, es apto para cualquiera y recompensa el esfuerzo con una de las vistas más espectaculares de la segunda cumbre más alta de la Patagonia, y una de las más bellas. Así se entiende que algunos arriesguen (y pierdan) la vida para ir aún más allá.

TEXTO Y FOTOS: Mauricio Alarcón C., Desde la región de Aysén.

Dos pequeñas marcas hechas con lápiz pasta sobre una foto del monte San Lorenzo, colgada junto a la puerta de la cocina de Lucy Gómez, indicaban el sitio donde estaban los cuerpos.

La había visto antes de sentarnos a tomar café y comer pan amasado. Pronto recorreríamos la misma huella que, un par de meses antes, a fines de septiembre, habían seguido el sueco Andreas Fransson y el canadiense JP Auchair, famosos freeskiers que habían muerto bajo una avalancha en ese monte, el segundo más alto de la Patagonia.

Nosotros no iríamos tan lejos. El plan era llegar al campamento base del San Lorenzo, en un trekking de dos horas que nos dejaría en un refugio con vista privilegiada al macizo de 3.706 metros de altura.

Nuestro objetivo en rigor era el camino en sí mismo y la vista que lograríamos. Una ruta todavía no muy conocida, de exigencia baja (si tiene condiciones físicas al menos aceptables) y que cruza varios paisajes.

Ese camino los iniciaríamos después. Por ahora, seguíamos probando el café y el pan amasado, algo sofocados por el calor de la cocina a leña de Lucy, que debía aportar una temperatura envidiable en días fríos, pero que ahora parecía excesivo.

Lucy Gómez y su marido, Luis Soto, sabían de la ubicación de los restos de Fransson y Auchair porque, como vecinos del sector -tienen unos terrenos rodeados de montaña, al comienzo del sendero que lleva hasta el campamento base, a casi una hora de Cochrane-, supieron del accidente, fueron testigos del operativo y ayudaron en cuanto pudieron con la logística.

Apuntando a las dos marcas hechas con lápiz pasta sobre la foto panorámica del monte San Lorenzo, que colgaba junto a su puerta, Lucy decía que los cuerpos seguían ahí por un asunto administrativo. Limítrofe. Los rescatistas chilenos, desde un helicóptero, habían avistado los cuerpos. Como estaban del lado argentino, no podían actuar. Y el acceso desde el otro lado de la frontera era, al parecer, tan difícil que esas dos marcas hechas con lápiz pasta seguirían siendo, hasta ahora, lo más parecido a una lápida para esos dos aventureros.

La historia sonaba burocráticamente absurda. Algo lúgubre. Definitivamente triste. Sensaciones extrañas para el día que teníamos: el sol y la temperatura -un día más que tibio y brillante-, con estas praderas verdes y montañas salpicadas de nieve, parecían más propios de una alegre escena de Heidi. O de la parte todavía feliz de la película Into the wild.

El campo de Lucy y Luis, donde su nieto Amaro revoloteaba en el jardín esquivando las fotos que intentaba tomarle, es una especie de centro de operaciones para este trekking y para los escaladores que se atreven con el San Lorenzo. Dehecho, Luis, minutos después, tomaría su caballo y partiría con su ayudante y un animal extra a llevar equipo y provisiones a un par de españoles y un chileno que, contaba Lucy, partieron ayer al campamento base, donde esperarían su momento para intentar hacer cumbre.

Una media hora antes había visto este monte como un fantasma blanco que apenas se hacía notar tras unas montañas azules que parecían ocultarlo con ayuda de la luz brillante de la mañana. Entonces íbamos de camino al campo de Lucy y Luis. Y todavía antes de eso había visto la “sombra” del San Lorenzo, mientras la camioneta en la que viajábamos enfilaba por un camino de tierra hasta el glaciar Calluqueo: una enorme masa de hielo que parecía una ola helada, como un lago de vidrio esmerilado que estuviese a punto de voltearse sobre el lago Calluqueo, desde el cual se desprendía el río Pedregoso (el nombre no podía estar mejor puesto). Bajo el fulgor de esta mañana intensamente soleada, la escena se veía teñida por un tono brillante, y el agua que corría entre las piedras parecía casi dorada, como si fuese una foto con exceso de filtro. Como si fuera un paisaje de Monet. Pero estaba ahí al frente.

Desde el lugar donde estacionamos se podía hacer un trekking corto hasta la orilla del lago Calluqueo, rodearlo luego y llegar a los pies mismos del glaciar. No haríamos esa ruta (nos apuraba desandar el camino y hacer luego el sendero a San Lorenzo), pero la huella, bien demarcada parecía atractiva.

La verdad es que, con un día así, todo se veía atractivo. Desde el color que imponían las franjas de lupinos a orillas de los ríos que veíamos por la ventana de la camioneta y que nos habían acompañado casi todo el camino (el lila intenso irrumpía en el paisaje), hasta las aguas de los riachuelos relampagueantes como senderos de plata.

Lo que nos llevó temprano al glaciar Calluqueo y nos tenía ahora en casa de Lucy y pronto nos llevaría al campamento base del Cerro San Lorenzo, era un propósito: conocer algunas de las razones que justifican el mote de Capitán Prat, “provincia de los Glaciares”, con el que se está promoviendo esta parte de la Región de Aysén (provinciadelosglaciares.cl). Con ese concepto, por ejemplo, ganaron como “Destino Sustentable” en la última versión de los premios de la Federación de Empresas de Turismo (Fedetur), y con el mismo han ido potenciando otras actividades que se pueden hacer en esta zona, como las navegaciones desde Caleta Tortel para ver ventisqueros. O las salidas desde Villa O’Higgins, el último poblado de la Carretera Austral. O expediciones como la que estábamos a punto de hacer.

Hicimos desaparecer la comida de los platos que nos sirvió Lucy y dimos unas vueltas por su campo: tenía un quincho cerrado donde trekeros y montañistas podrían guarecerse de la lluvia o del viento o del frío, y ahí encontramos un libro de registro donde buscamos los nombres del canadiense y del sueco que ahora eran una marca de lápiz en una foto del monte San Lorenzo. Le tomé unas fotos para seguir buscando: en ese momento no conocía los nombres, y ya era hora de partir.

Subimos una loma suave y la bajamos para entrar a un valle. Orillamos un río. Subimos y bajamos laderas. Jadeé cada tanto y nos tomamos el tiempo para seguir (los otros, Fernando Camiruaga y Paolo Escobar, patagones, desde luego, no necesitaban el descanso). Vimos cóndores jóvenes planeando. Si no fuese (bastante) sordo, quizá habría escuchado el sonido de las alas en el viento. El resto era silencio.

A medio camino, en un bosque con troncos salpicados de barba de viejo, un musgo verde que bajo el sol de ese día parecía casi fosforescente, nos encontramos con Luis y su silencioso compañero, que volvía de dejar el equipo a la pareja de españoles y al chileno que esperaban su gran momento para largarse a subir el San Lorenzo.

Pequeños placeres de la vida en la Patagonia, en particular, y al aire libre, en general: mientras cruzábamos palabras, me tiré de espaldas en el suelo, dejando que los perros de Luis juguetearan cerca. Nada podría haberse sentido mejor en ese momento.

Seguimos y casi exactamente dos horas y quince minutos después de salir de casa de Lucy, vimos a los españoles practicando maniobras de salvataje en grieta con sus cuerdas de escalada atadas a un árbol, y en medio de la sombra del bosque, las tablas del refugio Tony Rohrer.

Habíamos llegado.

El refugio era una cabaña de dos niveles (el de arriba, una amplia explanada donde tirar el saco de dormir sobre el suelo), donde la cocina abarcaba casi la mitad del primer piso, y donde la cocina a leña y los asientos estratégicamente instalados alrededor suyo ocupaban casi un cuarto del espacio. Parecía razonable: otros días debía hacer frío y, seguramente, lo haría en la noche.

El refugio, que llevaba el nombre de Tony Rohrer, por un montañista amigo de Luis que había muerto en un accidente, también era conocido como Agostini, por el legendario sacerdote salesiano-montañista-explorador-cartógrafo-fotógrafo que recorrió buena parte de la Patagonia durante la primera mitad del siglo XX. De hecho, a diez metros de la cabaña, un montón de tablones grisáceos, antiguos, fantasmales, parecían acomodados como para una gran fogata, pero eran los restos del refugio original del padre Alberto María de Agostini.

Desde ese lugar, el sacerdote debía tener la misma vista que teníamos nosotros: enmarcado por el follaje de los árboles, las formas salvajes, rocosas, cubiertas de hielo, del monte San Lorenzo.

Como llegamos poco antes del atardecer (lo que en verano significa poco para un santiaguino en el sur del mundo, porque el atardecer se estira y estira hasta mucho más allá de las nueve), Fernando y Paolo siguieron caminando hasta la laguna que se encuentra en la base misma del monte. Se perdieron la posibilidad de dejarse entibiar por los últimos rayos del día en el lecho rocoso del río que se desprende del San Lorenzo, y frente al cual este monte se desplegaba con todo su poder. Recordaba la foto que había visto en la cocina de Lucy y busqué en la imagen real el sitio donde debían estar esas marcas de lápiz pasta que indicaban dos cuerpos. Desde mi punto de vista, la nieve era una placa blanca, sin huella, línea ni imperfección alguna.

Para cuando decidí levantarme del suelo, las pozas de agua que se formaban entre las rocas del río y el horizonte sobre la zona que habíamos caminado solo unas horas antes parecían reflejar un incendio. Intenté tomar fotos y por primera vez sentí que mi cámara, siempre tan celebrada, no daba el ancho: ninguna imagen se parecía a los colores que tenía al frente. Así que volví.

En la cabaña, Fernando cocinaba, los españoles y el chileno (Isabel Asensio, Nicolás Durán y Cristóbal Cattan, respectivamente) hacían bromas y decidían si sería apropiado preparar desde antes el testimonio que, como era una especie de costumbre en el refugio, dejaban colgado en sus muros los escaladores que habían conquistado el San Lorenzo.

Ellos partirían a la mañana siguiente y, antes de dormir, seguían revisando y calculando los detalles que podrían hacer la diferencia entre hacer cima o volver frustrados a casa. O no volver. Y luego seguían (seguíamos) comiendo.

El frío llegó mucho antes que la oscuridad esa noche. Cuando finalmente nos fuimos a dormir, la luz seguía colándose por la pequeña ventana del segundo piso del refugio. Del otro lado de esa gran habitación, la linterna frontal de la española seguía iluminando las páginas de un libro. Cuando todos finalmente se metieron en sus sacos, el silencio se hizo total.

Temprano al día siguiente, luego del desayuno, desandaríamos lo caminado hasta volver primero a la casa de Lucy y Luis, y luego a Cochrane. A esa misma hora, los españoles y el chileno ordenaban cascos y cuerdas y provisiones y todo el equipo que tenían distribuido sobre una mesa para iniciar su propio camino. Ellos saldrían en dirección opuesta.

Junto a la cocina, en una tabla, estaban los nombres de los tres bajo la frase: “Expedición Hispano-Chileno”. Al lado, el dibujo de dos cerritos nevados, la fecha “10-DIC-14” y otro dibujo: Mortadelo, uno de los personajes de la historieta española Mortadelo y Filemón. Sería el recuerdo que dejarían en el refugio si lograban hacer cima (días más tarde, en su blog, vería fotos de los tres en la cumbre norte del macizo; parecían contentos).

Antes de partir de regreso, volvimos a mirar el cerro San Lorenzo. El cielo sobre esta montaña ahora estaba nublado. Se veía un poco más oscuro. Igual de imponente. La zona que indicaban las marcas de lápiz pasta seguía pareciendo como si nada. Como si nunca un hombre hubiese pasado por ahí.

San Lorenzo en la mira

Campamento base: Luis Soto y Lucy Gómez ofrecen logística para ir al monte.

Calluqueo: Jimmy Valdés hace trekking y navegación en este sector (lordpatagonia@gmail.com; cel. 09/8425 2419). Elegidos: En Cochrane, hotel Wellman (a pasos de la plaza) y restaurante El Ñirantal (buenos platos; su calafate sour es notable).

Más información: www.turismocochranepatagonia.cl

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