Por Cristóbal Forttes
De repente el hecho de estar aislados del resto del mundo con el desierto más seco del planeta en el norte, un océano infinito por el oeste, enormes montañas por el este y Patagonia agreste por el sur, se transformó en un atributo sumamente valorado por un viajero que ha evolucionado hacia la búsqueda de experiencias reales y lugares en su máximo estado de conservación, mientras el resto del mundo se sigue sobre poblando y contaminando.
Nuestra capital, menospreciada durante años por ser una ciudad aburrida y carente de una oferta turística interesante, se ha reinventado y posicionado como una ciudad moderna, sorpresiva y segura.
Las conexiones y oferta aérea desde distintos puntos del globo se ha incrementado considerablemente, y recientes estudios nos evalúan como huéspedes abiertos y amigables, a pesar de lo críticos y escépticos que somos de nosotros mismos. Mientras esto sucedía, el precio del cobre se desplomó, los índices de visitantes se dispararon, y finalmente ocurrió lo que hace años muchos esperábamos: el turismo comenzó a ser tomado en serio.
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